Igual que sucede con otros conceptos primarios, la mejor manera de
definir el mal es a partir de su contexto, y por configuración. El mal es el
antónimo del “bien”: aquello que nadie “quiere
que le suceda” a las personas que ama; lo que la gente piensa que “no deben
hacer”; la causa del temor, la vergüenza, el remordimiento y la indignación. Gottfried
von Leibniz (1646-1716) distinguía entre el mal físico (principalmente el dolor), el moral (actos que conllevan culpa) y el metafísico (las imperfecciones de los seres finitos). Sin embargo,
la distinción entre el “mal hecho” (malignidad) y el “mal soportado” (ofensas)
parece ser más básica y controvertida.
El tópico del mal constituye un campo fértil para el simbolismo. “El
mal” evoca imágenes de oscuridad, enfermedad y destrucción, y también pérdida
de sentido, tergiversaciones, impureza fracaso y conflicto.las connotaciones
negativas son evidentes, y el uso del lenguaje las confirma: los prefijos a-
(p.ej., amoral), des- (p.ej., desagradable), e in- (p.ej., inhumano), dan
testimonio de que el mal se define en referencia al bien, considerándolo la
ausencia del mismo. Sin embargo, también es un concepto positivo, no en el sentido
de valor, sino en el de la realidad efectiva. Los prefijos mal-
(malinterpretar) y dis- (disfunción) indican tanto la “realidad” como la “negatividad”
que la afecta, e incluso la realidad de la propia afección, un factor que
produce resultados; las metáforas de la desfiguración y la perversión están muy
cerca a este concepto.
En este sentido el lenguaje bíblico difiere del nuestro. Las connotaciones
negativas son evidentes (cp. Is. 41:29; Zac. 10:2 y las palabras con la a-
privativa en el NT, p.ej., anomia, “ausencia
de ley”, cf 1ª. Juan 3:4). Aparte de esto, la realidad del mal también se
expresa claramente; el mejor ejemplo de esto es el enorme espacio que ocupa
este tema en la Palabra. La Biblia denuncia constantemente el mal, y manifiesta
su aborrecimiento por el mismo: “aborreced lo malo” (cp. Ro. 12:9), y jamás admite
que se confunda con su antítesis: “¡ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo
bueno dicen malo!” (Is. 5:20). La historia bíblica gira en torno al hecho del
pecado, comenzando en el Edén. Las Escrituras también nos revelan
progresivamente la actividad de los “espíritus malignos” o “poderes” entregados
a la maldad; su líder merece el título de “el maligno” y el nombre de Belial
(en el AT, indignidad). En relación con estos espíritus el énfasis recae en el
mal moral; Satanás es “el acusador” (Ap. 12:10) y “el tentador” (Mt 4:3).
La angustia humana pregunta cuál es el origen del mal. La experiencia
de los acontecimientos horribles se manifiesta en las preguntas: “¿De dónde viene?”
y “¿Por qué?”. Sin embargo, Agustín insistía en que hay otra pregunta más
importante: “Cuando alguien pregunta de donde proviene el mal, primero debe
preguntarse qué es” (la naturaleza del
bien, IV.4). En realidad, ambas preguntas son interdependientes.
¿Qué es el mal?
La gama de respuestas para esta pregunta abarcan desde “una mera
ilusión” hasta la “realidad última”.
Los sistemas monisticos, en su pasión místico-especulativa por el
puramente Uno, tienden a difuminar la realidad del mal. Esto es lo que sucede
en la India, pero Albert Shweitzer (1875 – 1965) demostró que, incluso allí,
los pensadores éticos resistieron esta tendencia Indian Tought and its
Development, El pensamiento indio y su desarrollo, 1935; ET, 1936). Spinoza
(1632-1677) reduce el mal a un estado
subjetivo, evidenciando un sentido moderno del tema. El estoicismo enfatiza
la valoración: apreciar los males como los bienes; su motivación es moral, la
adherencia al logos divino en todas las cosas, lo cual requiere un hercúleo
dominio de uno mismo.
El neoplatonismo incorporó elementos estoicos, pero, después de
Platón, relacionó el mal con el principio metafísico de la materia. Este dualismo
mitigado y asimétrico es frecuente. Muchos griegos interpretaban la materia
como un no ser relativo (me on). Resulta,
pues, fácil la transición hacia el mal como la privación del bien, el concepto clave en la teoría agustiniana. Los
modernos (influyentes teólogos liberales) reinterpretaban la materia dentro del
esquema evolutivo: vestigia, inertia.
Las consecuencias éticas son: el platonismo conduce al menosprecio de la vida
física, a la severidad del deseo y la posesión; el evolucionismo excusa los
rastros de la tendencia animal, y condena todo aquello que obstaculice el
progreso.
Hasta el dualismo
zoroástrico-maniqueo se queda corto respecto a la simetría perfecta: el mal,
una sustancia eterna igual que el bien, será desbancado. Pero la pregunta no
respondida es “¿Cómo?” el pesimismo
es más infrecuente: la “Voluntad” maligna de Schopenhauer como esencia del
universo; Albert Camus (1913-1960) y Jean Paul Sartre negaron toda coherencia o
significado, ¡aunque no vivieron de acuerdo con sus postulados! A pesar de
todo, sigue viva la trágica sospecha de que la malevolencia empapa la esencia
de todas las cosas.
La comprensión bíblica del mal no encaja en este espectro. El mal no
es un primer principio o sustancia. Incluso el maligno y su ejército cayeron
desde un estado de justicia anterior (cp. Jud 6). Dios es la bondad absoluta (cp.
1 Jn 1:5). Sin embargo, el mal es un terrible enemigo, una abominable
corrupción del bien. Nace del pecado, del mal uso de la libertad y de la
transgresión de la ley divina (anomia,
1 Jn 3:4). El mal está incluido en la voluntad de Dios, su decreto (porque si
no, no sucedería), pero se opone a la voluntad divina del precepto y el deseo.
¿De dónde procede y por qué?
Aunque las posturas más extremas suprimen esta pregunta, el dualismo
moderado (neoplatónico, hegeliano) explica el mal como localmente negativo pero globalmente
útil: es una disonancia que contribuye a la armonía total. El dualismo más
concentrado parece tomarse en serio su malignidad, pero consolida el mal como
pareja metafísica del bien. Ambos evitan la indignación en cualquier momento
dado, hacen que la culpa sea insignificante y confrontan a Dios con una
necesidad que es independiente de Él. Pese a todo, la tradición
agustiniana-tomista y la teología hegeliana (con la que se ha comparado a
Barth), acomodan unos pensamientos similares al cristianismo: el mal, como el
precio del rescate de la redención, capacita a la persona para exclamar “¡felix culpa!”.
Muchos abogan por “la defensa del libre albedrío”. Dios no podía crear
una criatura libre sin correr el riesgo de que ésta le desobedeciera. El mal
como posibilidad constitutiva de la libertad, es por tanto el precio de ese
bien más elevado.
Las escrituras incriminan la libertad: la Caída, siendo histórica,
como entendía Paul Ricoeur (1913-), descarta un origen metafísico del mal. Pero,
¿es esta una respuesta definitiva? Si Dios gobierna las elecciones humanas (p.ej.
Pr. 21:1) ¿Porqué permitió la caída? La solución del “libre albedrío” también impone
a Dios una necesidad (es decir Dios no pudo
evitarla), enraizando en cierto modo el mal en la creación.
Job y Pablo (cp. Ro. 9:15ss.) nos llaman a aceptar por la fe este
enigma, creyendo firmemente en las verdades reveladas de la bondad perfecta de
Dios, su completa soberanía, y la maldad radical del mal. Por lógica no podemos
armonizar el mal, ese factor ajeno, inexcusable, con la obra de Dios.
La incapacidad de comprender conlleva la obligación de combatir. Su cara
opuesta es la esperanza: solo el Dios
soberano, que aborrece el mal, nos garantiza el fin del mal (Ap. 21:4, 8), por
medio de la obra redentora de su hijo (1 Cor. 15:24-28; Col. 2:15).
(Tomado de Ética Cristiana y Teología Pastoral / Editorial
Clie / Publicaciones Andamio)
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